dc.description.abstract | Uno de los datos bien conocidos sobre la vida
de Glenn Murcutt es que desde muy temprano
se vio arrojado a los misterios del funcionamiento
físico y biológico del mundo. Su padre, Arthur
Murcutt, buscador de oro, había trasladado
a su familia hasta un rincón olvidado de Papúa
Nueva Guinea (Figura 1). Allí, nuestro futuro arquitecto
vivió junto a sus hermanos una infancia
en el corazón de la jungla, en una aislación prácticamente
total, mientras el viejo Arthur cumplía
con intuición y disciplina -y bastante éxito- los
roles de geólogo, explorador, minero, botánico,
constructor… A la manera de un predicador naturalista,
el padre reunía a sus hijos y les recitaba
pasajes favoritos de las obras de Thoreau, para luego llevarlos de excursión por un territorio tan inmediato como desconocido, haciendo coincidir la más cándida alegría por la exploración de los fenómenos naturales con una urgencia por descifrar las complejidades del entorno como puro método de supervivencia. Así es como Murcutt se transformó, según sus propias palabras, en un ávido intérprete de la Naturaleza: todo en ella eran signos, señales de causas concretas que remitían al tipo de suelo bajo sus pies, a los regímenes pluviales que transformaban esos suelos, a la mecánica evolutiva de las especies vegetales y animales, o, incluso, a las costumbres territoriales de una peligrosa tribu caníbal local, los Kukukuku. Al mismo tiempo, y sin haber entrado todavía en la adolescencia, el pequeño Glenn era iniciado en el fervor por las revistas de arquitectura de los años '40: las obras de vanguardia, en particular las de Mies, formaron parte de la amplia instrucción general que el niño recibió de aquel padre entusiasta y polifacético.
La evolución de la carrera de Murcutt podría entenderse como la trabajosa imbricación de aquellos universos. Si bien el paisaje, la Naturaleza, encontraron un interlocutor fascinado y despierto siempre en él, su recorrido como arquitecto tendría que describir una lenta parábola para volver a verse con esas cuestiones en el centro de sus preocupaciones proyectuales. Mientras tanto Mies y Wright, Gordon Drake o Craig Ellwood, por nombrar los principales, funcionaron como vehículos prestados mediante los que el joven profesional recorrió de primera mano el legado global de su contemporaneidad disciplinar. Pero fue probablemente recién a los 37 años de edad, durante una extensa visita a la Maison de Verre, en París, cuando algo terminó de cuajar en su visión de la arquitectura. | es_AR |